Con la Constitución del 78, la Administración pública se descentraliza, se democratiza, pero sobre todo se expande y multiplica. En aras de una mayor agilidad y asignación de recursos, las administraciones y sociedades estatales, autonómicas y municipales escapan del Derecho administrativo, considerado poco dúctil y eficaz, por sus excesivas suspicacias y controles, y optan por el Derecho privado, mucho más ágil y operativo. Este nuevo escenario ignora las raíces históricas del Derecho administrativo que se sustancian en la protección del interés público, precisamente contra los administradores corruptos que ahora son, cada vez más, miembros de la clase política y/o empresarial. Mientras tengamos leyes confusas y discrecionales, y de dudosa constitucionalidad, que regulen la Administración pública, siempre habrá corrupción.
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